El fracaso argentino de los ñoquis del 29

Foto: Billiken

“Preparamos un altar en el que colocamos tres limones, una copa de agua con sal y una vela amarilla o dorada. Prendemos la vela y repetimos tres veces la siguiente afirmación: (…)”.

El final de esta invocación, prefiero omitirlo, pero díganme (quienes peinan canas) si no parece extraída de esos textos que solían ser escritos a mano detrás de los billetes, creando cadenas infumables. Sin embargo, esta cosa, que parece medieval, apareció en un conocido diario porteño, hace poco más de un mes.

Lo que en cambio no tendría que asombrarnos es el deseo oculto y profundo de implorar al Universo por prosperidad y abundancia. Vengo reflexionando mucho sobre eso y llego a la conclusión de que la palabra “riqueza” parece haberse convertido, tanto de manera explícita como subliminal, en mala palabra, y por lo tanto no sentimos la libertad de reclamarla como algo que nos corresponde, como algo a lo que tenemos derecho.

En la distorsión, que se fue fundando década tras década, olvidamos también que esta tierra es pródiga y que esa prodigalidad nos pertenece. Son afirmaciones que hago para mí misma, como una preparación personal  para volver a empezar desde cero (no obstante no sea ya una nena).

Mañana, como si hubiesen sido poco los excesos de feriado largo, es el bendito día de ñoquis. El 29 no es sólo el día en que se acostumbra comerlos, sino que por mucho tiempo, fue el día en el que el ritual prescribía colocar una moneda o un billete bajo el plato para atraer Prosperidad.

Parece que la tradición de la comida se mantuvo, pero el billete bajo el plato se fue esfumando. ¿Quiénes de ustedes, aunque sigan comiendo ñoquis, mantiene el ceremonial intacto? Me da la impresión la parte de la moneda fue desapareciendo porque algo en el ritual salió mal. Muy mal.

No creo que juntar tres limones con tres velas encendidas, más tres hojitas de laurel con una inscripción hecha birome sirva para absolutamente nada por sí solo, pero creo firmemente, en el poder de invocar, lo que sea. Creo en la potencia de las convicciones cuando salen de lo más profundo, creo que eso es la fe, y como se sabe, la fe es capaz de mover montañas. En el caso del ritual de los ñoquis me da la sensación de que el billete se escapó porque perdimos toda esperanza.

A la vez me pregunto, ¿qué maldito ritual habremos macabro habremos hecho como sociedad para que esa esperanza fuera aniquilidad? Uno de ellos, para mí, es creer que la riqueza es mala. No estaría mal entonces revertir la poderosa cadena de pensamientos que genera semejante aberración. Riqueza es pecado sólo cuando es robada. Cuando se llega a ella legítimamente es una bendición, y sólo tendría que obligarnos a ser agradecidos y generosos con ella, nunca a sentir culpa.

Venía yo misma peleada con la tradición del 29, pero los ñoquis no tienen la culpa. Es nuestra intención (la mía al menos) la que venía pifiando.

¿No vendría siendo hora de volver a sacralizar el plato que nos toca mañana? con o sin billete, eso importa poco, pero con la convicción de que estado ridículo de cosas que alcanzamos como sociedad no puede ser verdad, que todo lo que nos está pasando es una gran mentira, que la construimos colectivamente con nuestros pensamientos y que con esa misma fuerza somos capaces de revertirla. Que así sea.

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La historia más ingrata de la Hesperidina

Demolición de la Casa de Bagley en Bernal

https://www.perspectivasur.com/3/119285-la-picota-arras-con-la-histrica-casona-de-la-familia-bagley-en-bernal

Lo que temía, lo que era casi inevitable, se hizo realidad. Las paredes de la casa donde Melville Bagley vivió con su familia en Bernal a fines del siglo XIX, y allí donde el inmigrante creó la Hesperidina, estuvo por un tiempo preservado precariamente, y ahora acaba de ser demolido.

Es cierto que lo que quedaba en pie de la preciosa casona original era poco, pero ese pequeño fragmento, al menos desde mi perspectiva (tal vez algo delirante), tenía un valor y un potencial enormes. Valor por su significado histórico, potencial porque visualizaba la posibilidad de construir una narrativa, un desarrollo temático en torno al Sr. Bagley, su amor por Bernal, los naranjales que plantó desde su quinta hasta la estación de tren, y la Hesperidina que vio la luz en ese lugar. Imaginé un museo activo, un espacio para eventos, una revalorización del entorno verde circundante (afortunadamente, con esos imponentes plátanos alrededor). Visualicé una movida local, donde los bares crearan tragos con la bebida como ingrediente, y vi a la Hesperidina de Bernal compitiendo con la Cerveza de Quilmes en una contienda en la que ambos podían salir victoriosos. Porque la ciudad de Quilmes, incluyendo a Bernal, está repleta de patrimonio, pero los quilmeños parecen empeñados en olvidarlo, en enfocarse en la decadencia y en borrar su glorioso pasado, ensombreciendo su propia belleza. No puedo entender por qué.

Montebore, el queso de La Gioconda

Este queso, muy antiguo y raro -como casi todo lo que suelo traer a este espacio-, se produce en el Tortonese, palabra que para nosotros evoca a nuestro querido Humberto, pero que en Italia es el nombre de un territorio de Piamonte que limita con Liguria y Lombardía, una zona de confluencia geográfica, histórica y cultural de gran interés precisamente por esta confluencia. Su nombre se pronuncia como palabra esdrújula: Montébore.

Durante siglos, este queso se produjo en esta zona montañosa y fue llevado a las dos principales ciudades urbanas: Génova y Milán. Se cree que fue servido  en 1489 con motivo de la boda de Gian Galeazzo Sforza y su detestada prima, Isabel de Aragón, quien se cree que fue el modelo de La Gioconda de Leonardo.

Las formas cilíndricas y superpuestas piramidalmente, asemejan a un pastel de bodas, y de hecho, ¿qué amante del queso no preferiría uno así en lugar de uno  tradicional? Sin embargo, en el siglo XV no existía el concepto de una torta de casamiento, ni nada parecido.

La producción de esta joya estuvo a punto de desaparecer, hasta que en los años 90, se rescató gracias al conocimiento ancestral transmitido por las últimas ancianas que conocían la técnica de su elaboración.

Es un queso cremoso que sabe a leche de oveja, aunque contenga en mayor parte leche vacuna, y porcentaje no supere el 40%, y sabe también a castañas y a hierbas (según leo).

Se disfruta tanto en crudo, con frutas y mermeladas, como fundido en una fuente de ñoquis o en el cremoso de un risotto… cosas que solo con escribirlas me hacen agua en los dedos sobre el teclado. Ah, pero permítanme reproducir el texto completo, que es poesía:

«Madurado, condimenta las pastas rellenas, los ñoquis, el arroz con una armonía vibrante de sabores salados, ligeramente picantes sin exageraciones, elegante, discreto y perfumado. No teme combinaciones audaces, confiado en su compostura: con peras caramelizadas picantes de jengibre o ají revela un alma inusualmente atrevida; crumble salado de habas y almendras se descubre como un alma tentadora, ama los soufflés de calabaza a los que les otorga una robusta sabrosura, de alcachofas, de calabacines, de cardos».

Se elabora con leche cruda: se trata exclusivamente en crudo (calentada a 36°C), a la cual se le agrega cuajo natural. La ruptura del cuajo ocurre después de una hora de coagulación y produce grumos grandes. Luego se realiza una segunda ruptura que da como resultado grumos más pequeños (del tamaño de una avellana).

La cuajada se coloca en los moldes: se deja drenar en los «ferslin», los típicos moldes en forma de cilindro con diámetro decreciente.

Durante la siguiente media hora, los moldes se voltean 4 o 5 veces. Luego, se procede a la salazón manual, rigurosamente con sal marina (históricamente nos encontramos en la «Ruta de la sal»).

En este punto, solo queda dejar reposar los moldes durante aproximadamente 10 horas en un lugar fresco y seco, y finalmente, tres moldes con diámetro decreciente se colocan para madurar, uno encima del otro, durante tres semanas a cuatro meses.

Precio aproximado: 55 euros por kilogramo.

Fuente texto e imagen: https://www.caseificioterredelgiarolo.it/montebore

¿Qué es el Montebore?
¿Cómo se elabora?
Soñando con una cascada de fondue de Montebore cayendo sobre un plato de gnocchi…

Casa Paradiso

Fotos: https://www.instagram.com/casaparadiso.ar

CASA PARADISO – PASEO ALCORTA SHOPPING, BUENOS AIRES

Mi amigo insistió en que nos encontráramos para almorzar en Casa Paradiso, Paseo Alcorta. Imaginaba un puesto de comidas de centro comercial como cualquier otro, así que grande fue mi sorpresa cuando vi de qué se trataba. No es como los demás restós de Donato De Santis, ni se trata de un simple local al paso de comida italiana: es un patio temático completo, con la mejor vista que tiene el predio, vista abierta a las copas de los árboles de los jardines circundantes y al Río de la Plata.
Es un proyecto ambicioso, que recuerda (aunque en versión miniatura) a la estructura de los mega mercados Eataly que prosperan en Italia y en el mundo, y que no existen en Buenos Aires.

Lo que impacta en el amplio espacio es, además de los enormes ventanales con vista,  una enorme barra central en forma elíptica, que actúa como eje alrededor del cual se distribuyen los distintos puestos con una variedad de ofertas gastronómicas: pizzas, pastas, helados y también (¿por qué no?) una hamburguesería que también ofrece frituras como arancini, rabas y otros. Hay además un mini shop, y un sector de restaurante a la carta. Tiene un algo de aeropuerto también, quizás por la amplitud visual del espacio exterior, o tal vez esa gran barra me recuerde las del aeropuerto Leonardo da Vinci en Fiumicino.

Todo está presentado con calidez y buen gusto, invitando a probar un poco de cada cosa.

Mi amigo y yo coincidimos en el antojo de probar las hamburguesas. Pedimos sendas «carbonaras», que venían, como promete el nombre, con huevo y panceta, además de papas fritas. No nos arrepentimos de nuestra elección, estaban tremendas. Todo se veía bien y delicioso, aunque no faltan críticas aquí y allá en IG.

La afluencia de gente en horas pico es notable. El local permanece abierto para la cena, incluso después del cierre del shopping, con un acceso nocturno directo e independiente desde el estacionamiento.

Chapeau, Donato!

Amargo como la cebolla

Hablé hace pocos días de un queso con notas de amargor, de una miel que por amarga no parece tal, y para completar esta trilogía de rarezas ahora traigo una cebolla.

Lo último que esperamos de las cebollas es que sean amargas, y sin embargo, su dulzor picante  muchas veces se ve traicionado por un dejo de sabor que traiciona lo que nos esperamos de ellas. Últimamente es fácil encontrarlas en esa versión degradada, no sólo de un amargor resentido e indecente, sino con unas capas de piel flexible donde el filo de la cuchilla, por afilado que esté, en vez de penetrar,  rebota; cebollas que no saben emitir ese crujido tan hermoso y que les es propio cuando se dejan picar sobre la tabla de madera. Cebollas ingratas, o que hacen lo que pueden en esta malaria paradójica que nos toca en suerte (en mala-suerte) en una tierra como la Argentina donde todo tendría que ser pujante Abundancia.

A contramano de estas maneras de ser, está Leopoldia comosa, un nombre que podría haber cuadrado en un personaje de Cien años de soledad, pero en cambio es la denominación científica de un tipo de cebollas que son amargas por voluntad propia, y amargamente ricas. Estas cebollas raras son cultivadas en el sur de Italia y su nombre corriente es lampascioni (Leopoldia es mucho más lindo). Creo que ya las nombré en otro post, pero de hace varios años: son unos cebollines chicos, con forma de trompo, de color beige rosado-violáceo.

Antes de poder ser consumidos, es necesario hervirlos, para que buena parte de su amargura se la lleve el agua, y después pueden sartenearse, freírse  o conservarse en vinagre. Superada la primera fase amarga, lo que estas hortalizas regalan es un dulzor discreto y delicado, muy agradable en guarnición, en guiso o englobadas en una tortilla.

Fin de la serie “amargos”.

Amargo como la miel

Fotos: https://mieledellorto.it/miele-di-corbezzolo/

El jardín de mi amiga Leyla en Montebelluna, Italia, tiene tantos árboles, que no me los conocía todos, y fue sólo casualidad si una tarde descubrí uno que estaba en frutos, pero con unas frutas que parecían redondas, de un aspecto que más que comestibles, parecían venenosas. Qué sorpresa cuando mi amiga me dijo que se podían comer; ahí no más probé una y no paré. No es que fueran deliciosas, pero sí ricas, llamativas, como un vicio.

El nombre de esta enigmática fruta es en italiano corbezzolo, en español madroñoy en científico arbutus unedo. Me sorprendí nuevamente al ver que la plantita –que en rigor es un arbusto, más que un árbol- se vende por Mercado Libre acá mismo, en Argentina. Tampoco sé si en España se come; en Italia no está muy difundida, pero según la página de Plants for a Future, su índice de comestibilidad es de 4/5, es decir que es altamente comestible, y contiene muchos beneficios medicinales.

Lo que Leyla no me contó (tal vez ella todavía no lo sepa) es que la miel monofloral que deriva de sus flores es amarga y hasta levemente salada!

Éstos son sus descriptores:

– Cristalización veloz y pastosa

– Color ámbar oscuro en la miel fresca, y color avellana/marrón, con tonos verdosos, más tarde

– Perfume intenso, persistente, casi como olor a quemado, que remite al café recién molido

– Sabor amargo, ligeramente salado, con retrogusto a café, a regaliz, y a humus

– Perfecto para combinar con dulces muy dulces, donde esta miel contrarresta el efecto

– Ideal sobre quesos grasos.

Como me pasa con la mayoría de las rarezas culinarias sobre las que suelo escribir, no tuve el gusto de conocerla personalmente. La anoto en mi larga lista de productos a probar, pero aunque no lo haga, me basta con la sugestión que me genera en el momento en que escribo (después me olvido).

Amargo como Pannerone

Las notas de sabor amargo que se encuentran escondidas en tantas producciones de la culinaria y de las bebidas italianas constituyen su altar expiatorio. Los amargos son aquellos entes que vienen a purificar el antes y el después de toda aquella bacanal de gustemas y demás sensaciones del paladar de toda gran comilona.

Amargo es el aperitivo, la apertura, la antesala del banquete, y amargo es el elixir digestivo que se sirve al final, como limpieza, como pedido de perdón, como reconciliación entre cuerpo y alimento, como cierre que promete un nuevo inicio una vez que las entrañas estén dispuestas a repetir el ritual.

Pero los tonos amargos también encuentran pretextos para asomar en los puntos medios. El más evidente es el de los vinagres en las ensaladas, y también en escabeches y encurtidos varios, resabios de una antigua pasión que se intentó extinguir y no se pudo y que hoy resucita con gloria en el placer que regalan los ceviches.

Y también hay amargos paradójicos, como las cebollas amargas llamadas lampascioni, la miel amarga, o el amargor de ciertos quesos, como el pannerone o panarone.

Este queso lombardo además de su característica amargura, ostenta un aspecto a todas luces particular, con tantos agujeritos que se me ocurre debe haber servido como inspiración al creador de Bob Esponja.

Su origen específico vinculado con la ciudad de Lodi, localidad no indiferente en la historia de los quesos (pero que merece un posteo aparte). Es un queso muy antiguo y que fue popular.

Se elabora a partir de leche de vacas que pastaron en praderas autóctonas, sin efectuar descremado, lo cual le da una consistencia muy mantecosa (de ahí el nombre de pannerone, de panna, crema), de pasta cruda, sin choques térmicos, ni agregado de fermentos.

Su cualidad más curiosa es que no media en su maduración ningún proceso de salado, lo que le confiere cualidades únicas de perfume y de sabor –según leo, y según imagino, porque no lo probé, pero me encantaría-, además de hacerlo apto para hipertensos.

Todos estos factores hacen de él también un queso raro, costoso (aprox. €50 x kg.) y en vías de extinción.

P/S del 17-Apr-23
Este post lo escribí el 16-4 a las 8 am en estado de semivigilia. Lo publiqué también en el grupo de Facebook Buena Morfa y no tardaron en llegar los avisos obvios de que el vinagre es ácido y no amargo… y tienen razón, y que las amarguras italianas de los medios pasan por otros lados que no mencioné: por las verduras, como el radicchio, los grelos, la achicoria, la escarola… y pasa por el café sin azúcar, y se esconde también tras el picor del regaliz… (grazie Luca).

Spaghetti

De la alacena de mi nonagenario Tío Peppi traigo esta elección de fideos secos largos de la que él se sirve, según sea lo que tenga que cocinar.

Son prácticamente todas marca Granoro, en parte porque acá en el pueblo no hay gran variedad en los pocos comercios locales, pero sobre todo porque la oferta está cada vez más orientada a los formatos integrales y a los de trafila di bronzo, que mis tres tíos y en general la gente mayor acá critica porque son productos demasiado macizos y gruesos para la cocción. “Troppo carichi di pasta” es la expresión que usan para despreciarlos y justificar su preferencia por la pasta seca más común y corriente, más fina, que por supuesto para su gusto no debe ser además estriada.

Es cierto que los formatos de pasta se pueden elegir según antojo, pero existen ciertas reglas para su combinación con los respectivos condimentos. Más que reglas podríamos llamar un sentido común, común en general para los italianos a la hora de maridar una forma a su salsa.

Es resabido que las pastas largas no deben partirse para su cocción, sin embargo en esta selección de la foto hay dos formatos excepcionales que sí reclaman corte y son las de los dos extremos: los capellini, los más finitos, y los ziti, los más gordos.

Los capellini remiten a las formas más antiguas de las pastas en Italia, “itrya”, fideos que los árabes de Sicilia se sabe que en el s.XI amasaban como si fueran finísimos spaghetti y los exportaban a todo el Mediterráneo. El formato largo era óptimo para su embalaje y transporte, pero para la cocción requerían ser despedazados para ser cocinardos en caldos y en guisos y poder así comerlos con cuchara o directamente sorberlos de la escudilla, ya que el uso del tenedor no existía. Ese antiguo uso todavía sobrevive; de hecho acá donde estoy cuando se hacen estos fideítos rotos en el caldo se los llama “triti”, palabra que hoy suena a triturados, pero que seguramente y sin que los pobladores siquiera lo sepan, remite a la arcaica “itrya”.

Los fideos más gordos se llaman “ziti”, es decir “novios” porque se solían cocinar cuando había bodas. Es una pasta que lícitamente se parte en el momento de echarla a la olla.

Los formatos de spaghetti intermedios son escogidos generalmente según la densidad de la salsa: para salsas ligeras y más líquidas van los medianamente finos, mientras que a medida que sube el calibre, se hace necesaria la demanda de condimentos con mayor cuerpo, con más densidad, hasta los ziti que requieren un “sugo” bien carnoso, concentrado, con carácter.

El tipo intermedio llamado “spaghetti ristorante” es el preferido de mi tío, el que mejor se combina con varios tipos de aderezo. Cuando hago la pasta con calamaretti “in bianco”, es decir sin tomate, invariablemente elige esa pasta como la ideal. Lo mismo cuando hago pasta e funghi (hongos) y varios otros condimentos.

Al hacerse pastas con verduras, generalmente se prefieren formatos cortos, mejor si del mismo tamaño de los pequeños vegetales o de sus cortes.

Es por esa intuitiva y lógica manera de los italianos de aplicar a cada forma un sabor que se sorprenden cuando llegados a Argentina se encuentran con los menús de los restaurantes que ofrecen una lista de pastas por un lado y las salsas por el otro. ¿Qué libertinaje es ése? Es el chef quien debe sugerir qué va con qué; tampoco un talibanismo que vaya en contra del libre albedrío del cliente, pero el cocinero es quien debe saber proponer a sus comensales las mejores alianzas.

La Mondiola

Del barrio La Mondiola sos el más rana y te llaman Garufa por lo bacán 
-Garufa, tango de Roberto Fontaina, 1928-

Si queremos convidar a alguien con un sándwich de bondiola, más vale aclarar a cuál de las bondiolas nos estamos refiriendo, porque en Argentina podemos estar denominando con la misma palabra tanto un corte de carne porcina como un embutido. Ambiguo.

Si encima a uno u otro lo llamamos “mondiola”, no sólo estamos siendo ambiguos, sino que nos tildan de mal hablados. Sin embargo ese modo aparentemente erróneo de llamar a esas carnes no viene de un defecto de dicción, de un vulgar cambio de una letra por otra.
La mondiola sí existe.
Cuando la inmigración italiana trajo la palabra “bondiola”, trajo “mondiola” también. Es más, muy posiblemente más la segunda que la primera si consideramos el peso de la influencia genovesa (ligur) en nuestra gastronomía y en nuestro lunfardo.

Bondiola en italiano no se usa para designar –como hacemos en esta parte del mundo- el corte de carne porcino ubicado sobre el cuello. Esa parte tiene nombres como capocollo, lonza y otros.

Bondiola se usa exclusivamente cuando se habla de embutidos, generalmente elaborados con ese mismo corte, pero siempre colocados dentro de una tripa.

A propósito, prestemos un instante de atención precisamente a la palabra “embutido”: em-butir es colocar dentro del bòtulus, especie de salchicha de forma esférica. De la misma etimología surge bondiola y también el francés boudin, morcilla. Si consideramos esto, quienes hablamos mal somos nosotros cuando llamamos “bondiola” a un corte de carne no embutido, pensándolo bien.

A su vez en las distintas regiones del norte de Italia existen distintos tipos de bondiola, muchas de hechas elaboradas para luego ser hervidas antes de ser consumidas calientes.

En el Veneto se conocen la bondiola col lengual del padovano , bondiola di Castelgomberto, también la bondola (pron. bóndola) della Val Leogra. Bondiola hay también en Friuli Venezia Giulia, en Piamonte y en Emilia.

En Génova –y por extensión en la Liguria- entiendo que no las tienen, sin embargo hasta esas tierras llegaba un fiambre de la cercana Garfagnana toscana llamado “mondiola”, y ésa es seguramente la razón por la que en nuestro país se repetía y se sigue llamando –y no incorrectamente- mondiola a la bondiola. De la deformación del original “bondiola” no seríamos entonces culpables los rioplatenses, sino los toscanos, aunque el nombre mondiola probablemente contenga en su etimología otros componentes complejos, que no vienen al caso.

Todos estos fiambres mencionados son a la vez parecidos y diferentes entre sí, tanto en formas como en composición y elaboración. Recordemos que en las especialidades gastronómicas regionales de Italia un mismo nombre aplica a distintas preparaciones y una misma preparación, según área geográfica puede tomar diversos nombres. Un laberinto lingüístico, o sea.

Con respecto a la Mondiola de la Garfagnana, así es descripta en el sitio de venta online Antica Norcineria:
“Se prepara con las partes más sustanciosa del cerdo, y precisamente las anteriores, a las que hay que añadir cortes magros como el lomo del cogote y la paletilla. Esas carnes son seleccionadas para dar al embutido el característico color rojo intenso del rubí. La mezcla resultante es de una pasta de grano medio y consistencia blanda, de sabor especiado y agradable, porque está enriquecida con sal, pimienta, clavo y vino tinto. La carne sazonada se rellena y se le da forma de U y cuando se juntan los dos extremos de la tripa se le añade una hoja de laurel. Esta gran salchicha, también conocida como mortadela Lunigiana debido a que su tamaño no es realmente la de un salame, después de la preparación se mantiene, de cinco a seis días, en celdas con aire acondicionado para la fase de estacionado. En este punto, se necesitan otros treinta días para alcanzar la maduración perfecta, durante la cual la Mondiola debe “piumare”, es decir, debe cubrirse de mohos fundamentales para alcanzar la maduración completa. Transcurrido el tiempo necesario para la operación, se cepillan las piezas individuales y finalmente se recubren con una mezcla de harinas compuesta por espelta y castaña. En ese punto solo queda deleitar el paladar degustando un manjar que solo la cocina italiana puede ofrecer».

Cucurucho

Decimos cucurucho como quien dice buen día, sin reparar en la sonoridad casi hilarante de las tres u concatenadas entre consonantes. Hubo un tenaz observador externo que a quien esa palabra no resultó indiferente; no sé si Luca Prodan tomaba helado, pero supo saborear esas sílabas gritándolas en Debede.

Al menos yo no sabía que cucurucho es el capirote o sombrero cónico de los penitentes y que era colocado sobre la cabeza del condenado por la inquisición. Me alegra que un vocablo tan bonito haya podido redimirse invirtiéndose en forma y significado al  convertirse en el receptáculo por excelencia del helado y en su final más feliz, al menos para quienes amamos comer barquillos.

La palabra es española, de origen latino,  pero también todavía permanece un uso dialectal en lugares recónditos de Italia, como donde estoy ahora, aunque sólo en la memoria de los más ancianos como sinónimo de cono.
Cono es justamente como en Italia en nombre del cucurucho helado y aprovechemos para contar que la genial invención pertenece a Italo Pietro Marchioni, o por lo menos fue él quien patentó esta creación en USA en 1903. Marchioni nació en el Cadore, zona de Alpes, de las más célebres fábricas de anteojos y de creadores de helados.